jueves, 13 de marzo de 2008

Sangre

-¡No! No me iré –prosiguió el enardecido beodo-.
Antes tengo que deciros un par de cosas. Este individuo –señaló a Nemesio- afirma que vuestra conducta licenciosa es la causa de la pobreza que os corroe y hace enfermar a vuestras mujeres y a vuestros hijos. Y yo os digo que eso no es verdad. Todos vosotros padecéis la miseria, el hambre, el analfabetismo y el dolor por culpa de Ellos –señaló siempre con el dedo extendido hacia un hipotético grupo situado más allá de los muros del local-. De Ellos, que os oprimen, os explotan, os traicionan y, si es preciso, os matan. Yo sé de casos que os pondrían los pelos de punta. Sé nombres de personas ilustres que tienen las manos rojas de sangre de los trabajadores. ¡Ah! No las veréis porque las cubren guantes de cabritilla. ¡Guantes traídos de París y pagados con vuestro dinero! Creéis que os pagan por el trabajo que realizáis en sus fábricas, pero es mentira. Os pagan para que no os muráis de hambre y podáis seguir trabajando de sol a sol, hasta reventar. Pero el dinero, la ganancia, ¡no!, eso no os lo dan. Eso se lo quedan ellos. Y se compran mansiones, automóviles, joyas, pieles y mujeres. ¿Con su dinero? ¡Qué va! ¡Con el vuestro! Y vosotros, ¿qué hacéis? Mirad, miraos los unos a los otros y decidme, ¿qué hacéis?
-¿Qué haces tú? –preguntó alguien. Ya nadie se reía. Todos escuchaban con fingida indiferencia, con incómodo sarcasmo. El nerviosismo se había apoderado de la concurrencia.
-Olvidaos de mí. Soy una ruina. Quise luchar a mi modo y fracasé. ¿Sabéis por qué? Os lo voy a decir: por confiar en las bonitas palabras y en los falsos amigos. Por abrigar la esperanza de ablandar sus sucios corazones con razonamientos. ¡Vana ilusión! Quise abrir sus ojos a la verdad y fue locura, vaya si lo fue. Ellos lo saben. Yo era el ciego, el ignorante…, pero ya no lo soy. Por eso hablo así. Y ahora, amigos oíd mi consejo. Oíd mi consejo porque no lo digo yo, sino la amarga experiencia. Es éste: no ahoguéis en vino vuestros padecimientos –su voz se hizo súbitamente firme, encendida-, ¡ahogadlos en sangre! Anegad los estériles surcos de vuestros campos abandonados con la sangre de Ellos. […] No sintáis piedad, pues Ellos no la sienten.

La verdad sobre el caso Savolta, Eduardo Mendoza

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