El cambio había llegado inexorable hacía tiempo. Sin embargo cada día me enfrentaba a él como la primera vez.
El reloj. Tic, tac, tic, tac… Acurrucado en un extremo de la cama pasaban los minutos. No conseguía dormir. En la oscuridad, jugaba a distinguir los objetos que había en la habitación. Aquí y allá aparecía la silueta de un libro, un peluche, un abrigo.
A escasa distancia, la respiración acompasada de mi hermano resultaba tranquilizadora. Giré levemente la cabeza para ver la hora: las tres y cuarto. -Debería ir pensando en dormir de una vez-, me dije. Intenté concentrarme en ello. Sin embargo, al poco, sentía la inevitable tentación de abrir los ojos y comprobar que todo seguía en su sitio. Para ello necesitaba un par de minutos, hasta que la vista se acostumbraba a la oscuridad.
Las cuatro. Tic, tac. Me detuve a escuchar el soniquete del reloj, consciente del sueño que arrastraría al día siguiente. Un ruido me sobresaltó. Asustado, escondí la cabeza bajo la manta hasta que estuve seguro de que podía asomarme de nuevo. Creí atisbar una luz a través del resquicio de la puerta, pero enseguida se desvaneció.
A las doscientas cuarenta ovejas desistí. Era inútil. Intenté recordar los títulos de los libros de la estantería sobre mi cabeza, pero no pasé del Momo de Michael Ende. Mientras tanto, el reloj seguía impasible. Tic, tac, tic, tac. Las cinco.
La angustia empezaba a consumirme y yo no sabía que hacer. ¿Levantarme? ¿Leer? Imposible, mi hermano no debía enterarse, nadie debía hacerlo. Tenía que dormir a cualquier precio, pero el simple hecho de pensarlo...
Concentración. ¿Cuánto tiempo aguantaría en este estado? La cama de al lado chirrió suavemente. Se está levantando- pensé. En efecto, al rato escuché la puerta de la habitación abrirse. Mi fingido sueño había resultado. Respiré con alivio al contemplar la luz del pasillo, clara, tan brillante que hacía daño a la vista, llenar la habitación.
En ese momento cerré los ojos complacido. Ya nada debía temer. Mientras tanto el reloj continuó su monótono cantar, tic, tac, tic, tac.
A las doscientas cuarenta ovejas desistí. Era inútil. Intenté recordar los títulos de los libros de la estantería sobre mi cabeza, pero no pasé del Momo de Michael Ende. Mientras tanto, el reloj seguía impasible. Tic, tac, tic, tac. Las cinco.
Concentración. ¿Cuánto tiempo aguantaría en este estado? La cama de al lado chirrió suavemente. Se está levantando- pensé. En efecto, al rato escuché la puerta de la habitación abrirse. Mi fingido sueño había resultado. Respiré con alivio al contemplar la luz del pasillo, clara, tan brillante que hacía daño a la vista, llenar la habitación.
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