Nuestro mayor mérito es la más grande de las indiferencias hacia el día de hoy, que, como otro cualquiera, viene a recordarnos una vez más el cinismo y la estupidez que reinan por doquier en nuestra sociedad. Así que sin más mención que lo dicho, pasemos a hablar de lo que realmente importa. Por un día, abandonemos la bilis que nos corroe por dentro, y juguemos con una estrategia diferente.
Llegó. Inevitablemente. Sólo quería disfrutar de mi mismo. No mirar atrás. No recordar. Todo tipo de pensamientos golpearon mi memoria. Pude sentir que el día había llegado. ¡Definitivamente! El gran día había llegado.
Sonreí mientras recogía cada papel de mi vieja habitación y lentamente los colocaba en un gran montón en la bañera. Quería quemarlo todo. – ¡Hasta nunca, pasado! –dije. El teléfono comenzó a sonar y volví en mí. Debía abandonar la habitación a las ocho, así que me apresuré a terminar de empaquetar mis cosas. No quedaba mucho más por hacer. Estaba listo para partir.
Contaminación. Odio la contaminación. Me envolvió tras cruzar la puerta principal del hotel. No tenía adonde ir, así que caminé calle abajo. Era domingo, creo. La calle estaba llena de gente. En sus caras, ojos fríos, vacíos. Todo el mundo parecía estar deprimido. –Quizá porque es otoño –pensé-. A nadie le gusta el otoño.
La lluvia no tardó en aparecer. Cientos de paraguas inundaron la escena. El paisaje resultó tan desolador que me resguardé en una estación de metro.
Una vez dentro, un mendigo se acercó a mí. –Pobre-. Miré a ver si tenía algo en mi cartera pero no tenía suelto. Él me miró con comprensión, incluso interés. Le pedí que esperara allí. Corrí al quiosco más cercano para comprar algo y cambiar mi billete de veinte libras. Cuando volví ya se había ido. –Debí haberle dado el billete de veinte libras –me reproché a mí mismo-.
Algo turbado tomé asiento en una cafetería. Pedí un café con leche y hojeé el periódico durante un rato. Extrañamente había demasiada calma a mi alrededor. Algo iba mal. Levanté la vista y el local estaba desierto. Salí. La estación, vacía. Eché a correr hacia la entrada del metro.
No estaba asustado, era un hombre nuevo.
Alcancé el exterior. Sin pensarlo mucho entré en la recepción del primer hostal que encontré. Pedí una habitación para esa noche y me subí al ascensor. La habitación se encontraba al final del pasillo. La cerradura emitió un chasquido. Entré. A primera vista no había nada extraño.
Antes de nada me tumbé en la cama a descansar un rato. No sé cuanto tiempo dormí, pero al levantarme era ya de noche. En esta confusa percepción del tiempo que se había convertido el gran día decidí asomarme al balcón. La enorme ciudad se extendía ante mí. Cientos de miles de texturas se entretejían formando un fabuloso manto multicolor; diversas formas, contornos, alturas. Todo encajaba en el aceptable orden de las cosas. No reflejaba en absoluto belleza, ni armonía.
Antes de salir a cenar algo, quise tomar una ducha. Me sentía sucio –quizá la contaminación –pensé-. Al entrar en el baño, me invadió la familiaridad. Contuve el aliento. Miré hacia un lado. Allí estaba la bañera. Estaba llena de cosas. Todas mis cosas sin quemar. En lo alto del montón, había un billete de veinte libras.
Suspiré…
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