ESCRIBIR es un compromiso ético con uno mismo. Se puede escribir o describir. Describir está muy bien: los pájaros en el parque, el asesino que entrará a las diez de la noche, como para cenar. Describir es hacia fuera. Es entretener. Es jugar a las tramas, a los problemas y las soluciones, como un crucigrama. Escribir es otra cosa. Es un crucigrama sin solución, o con muchas, demasiadas, soluciones. Es seguir una imagen sin motivo, siga a esa chica, o mirar a una niña en la ventana de un piso alto. Es perseguir una palabra, exprimir una sensación con el cuchillo de cortar naranjas. Darse sobre el folio como sobre una cama. Escribir es el placer de siempre con el dolor de nunca. Es ser una voz y muchas voces. Es ser inocente como el poeta. Kafka no tiene nada que ver con Dan Brown. Son distintos, muy distintos. Hay novelas que describen y son muy entretenidas. Pero me quedo con los libros que se escriben, con James Joyce y Fernando Pessoa, con Julio Cortázar y William Faulkner. Con los que se ponen patas arriba para destrozar sus sentimientos. Con los forenses, con los mediums de mil y una voces, como el luso Lobo Antunes. Tiene razón el portugués cuando dice que quien practica esta literatura siempre hace el mismo libro: escribe y reescribe sin parar, sin respiro, con sudor y frío. Escribir es sacar ternura como conejos de una chistera, soñar en voz alta, arañar tiempo. Contar de esta manera es lo que siempre hizo ese cronopio mágico que jugaba a la Rayuela como nadie y cuyas fotos nos esperan en Santiago gracias a su primera y última mujer, la gallega Aurora. Y es que Cortázar, como Onetti, sólo escribía después de vivir, cuando sentía. Los dos eran incapaces de practicar la literatura con horario de oficina. Lo dijo Kafka: “Un libro ha de ser el hacha que rompa el mar helado de nuestra alma”.
César Casal González, La voz de Galicia. (1/oct/06)
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