miércoles, 7 de mayo de 2008

El auditorio estaba abarrotado

El auditorio estaba abarrotado. Se trataba de una amplia sala con butacas en semicírculo. Dos plantas. En el centro, dos sillas. Desperdigadas por todo el recinto, varias cámaras de televisión captaban todos los ángulos. Todo era correcto, encajaba en el orden natural de las cosas. Los estudiantes escuchaban con atención al entrevistado; un actor, quizá. Éste respondía audaz, unas veces; monótono, otras. Su discurso daba altibajos, mezclando la ironía, las anécdotas y las respuestas clásicas de rigor. Sin embargo, el auditorio estaba abarrotado. Todos escuchaban con atención, y, cada cierto tiempo, reían ante una gracia del presentador, o, excepcionalmente, del entrevistado.

Ella estaba sentada hacia un extremo del semicírculo de butacas. Por la posición de las sillas de los protagonistas de la escena, no conseguía ver el rostro del, quizá, actor. Pero sí del periodista. Alguna vez –reconoce- rió con los burdos chistes allí contados. Sí. Era una más. Trataba de establecer una sucesión lógica en los hechos relatados para entender lo que se estaba diciendo, no sin mucha dificultad. De hecho, más de una vez se llamó la atención a sí misma por dejar a su imaginación volar entre ciudades ajenas o paisajes exóticos, en lugar de aguzar los oídos como los demás. ¿Cómo los demás? ¿Y si nadie les estuviera escuchando? –pensaba. Sería gracioso. Mientras hablaban sobre las diferentes experiencias de tal persona, o el estilo cinematográfico de tal director, puede que ninguno de los allí presentes estuviese realmente tomando nota mental de lo dicho, y sí dejando volar su imaginación por algún recóndito lugar de Praga.

Quizá la pequeña referencia del bosque donde alguien realizó su primer corto, o donde más le impresionó trabajar pueda transportarnos a recónditos lugares. Extraños, desconocidos, misteriosos. Todos aquellos lugares en los que siempre nos habría gustado estar, pero nunca tuvimos tiempo ni ganas para alcanzarlos. Ella recordó un pequeño claro. Un pequeño claro que había sido su escondite más secreto, y que nunca había revelado a nadie. A estas alturas de la partida casi no recuerda donde se encuentra ese claro del bosque, ni siquiera, cuál es realmente el bosque donde se encuentra. ¿Habrá existido alguna vez tal bosque? Su lugar favorito, tantas veces visitado durante la infancia, ¿cómo puede haberse convertido en un mísero y vago recuerdo? Dudas… dudas. A lo mejor ni siquiera ha existido nunca.

Se abrió el turno de las preguntas. Los asistentes tuvieron por un instante plena libertad –toda la libertad que puede poseer el que se sabe respaldado por un medio de comunicación como la televisión- para atacar a conciencia al pobre desdichado; puesto entre la cámara y la pared.

Manos alzadas. Unas cuantas manos alzadas decoraron el auditorio en aquel momento. Hubo labios que emitieron preguntas sagaces, ingeniosas. Otros labios simplemente se limitaron a rebuznar en voz alta los comentarios que, antes, en susurros les habían reído sus compañeros. Preguntas. Preguntas. No sabe aún por qué fue. Por qué ella alzó la mano también. De nuevo se convirtió en una más; dejó de hacer absurdas referencias a Kafka, a viajes, a gente que se preocupa de otras cosas que no sean lo que va a comer hoy o con quién le gustaría follar el fin de semana. No obstante, su pregunta, que nació justo después de haber levantado impulsivamente la mano, guiada por el instinto de ovejismo descontrolado, le pareció genial. Absolutamente genial.

¡Dios! ¿Cómo no se le habría ocurrido antes?

El micro iba de unas manos a otras, primero a los que habían alzado la mano con mayor rapidez, y luego los demás. Cada uno, por turnos, tenía un pequeño momento de gloria al ser retransmitido por televisión. Ella pensó que tal vez una parte de los que preguntaban sólo lo hacían movidos por la fascinación absurda e irracional de aparecer ante cientos de miles de personas comentando sus insignificantes pareceres, pero por otro lado recuperó la ilusión de que quizá alguien estuviera por encima de todo eso y pensara en ese medio como método para alcanzar las conciencias de esos mismos cientos de miles de personas que antes escuchaban insignificantes pareceres, y quién sabe, imbuirles algún tipo de crítica o concienciación.

Pensó de nuevo en su brillante pregunta, mientras escuchaba a medias las respuestas del, quizá, actor. Se imaginó a sí misma vista por la televisión. Por internet. Se imaginó cómo la verían los demás y se arregló el pelo. Más tarde pensó en el tono que tendría su voz e interiormente empezó a ensayar la entonación, primero con acento grave, luego, haciendo largas pausas entre las palabras, como los políticos, finalmente, modificando el sonido de las palabras finales para modificar la cadencia. También imaginó la cara que pondría el pobre hombre. Sería brutal, incluso le disgustó que la enfocaran a ella en el momento de hacer la pregunta porque el rostro del entrevistado sería todo un dilema. ¿Cómo lograría encajar aquello? ¿Y, más aún, cómo lograría escapar?

Tuvo la alucinación de que por un momento el hombre se había quedado petrificado con su sagacidad sin límites, y, ante la presión de saberse escuchado por cientos de miles de oídos, no había sabido responder. Por tanto, después de unos incómodos segundos se levantaría de su butaca y saldría corriendo del improvisado plató, a la vez que, angustiados e incrédulos, los técnicos de vídeo grabarían la terrible huída. Huída quizá propiciada por una agudeza turbadora. Su agudeza.

Hizo tan fuerte la conexión entre pregunta y huída, entre pregunta y desesperación que acabó afectándole. A ella. Quién se lo iba a decir. Su imaginación rebelándose contra sí misma. Por tanto, los terribles efectos no tardaron en hacerse notar. El micro se acercaba peligrosamente. La técnico de sonido avanzaba a lo largo de su fila, micrófono en alto, buscándola. Avanzaba buscándola. A ella. A ella, que había sufrido una rebelión hasta entonces no conocida dentro de sí misma. No sabía lo que hacía. Ese micro se le presentaba tan inevitable como destructivo. Por fin, llegó. Mientras estiraba su brazo para recoger la causa de su perdición…

…se manifestó. Claro, reluciente. Radiante y turbador, el pensamiento. ¿Y si ahora se me olvida la pregunta?