sábado, 5 de enero de 2008

Confesiones de Arturo Barea (II)

“Un día de enero, aproximadamente a las once de la mañana, volaba sobre Vallecas una escuadrilla de trimotores fascistas. Bombardearon el pueblo al pasar. Ya fuera del núcleo de la población, sobre las casas sueltas, diseminadas por los campos baldíos, un Junker se destacó de los otros y descendió rápidamente sobre una explanada soleada. Las mujeres han salido al sol. Alrededor de ellas un enjambre de chiquillos que juegan sobre la tierra dura. No hay hombres. Unos se fueron al frente, otros al trabajo a Madrid. Ahorrando duro, todos ellos, habían llegado ser dueños de las humildes casas que rodean la explanada. Algunas fueron construidas por sus propias manos en los domingos y las horas libres. Casi todos emigraron de las áridas tierras de la Mancha, y habían venido, años hacía, a conquistar Madrid. Se paraban en las puertas, tomaban fuerzas y planeaban el asalto. Así, Vallecas en principio fue un grupo de ventas de arrieros, después, un grupo de barracas de latas y maderas viejas, más tarde: creció. Edificó casas sólidas y se convirtió en uno de los barrios más populosos de Madrid. Aquellas casas de las afueras eran patente de independencia, sus dueños eran modestos comerciantes y obreros especializados.

Las explosiones recientes, y el rápido descenso del avión sobre la explanada, proyectó a las mujeres y a los chicos en todas direcciones. Algunos se tiraban al suelo, otros, buscaron el cobijo de sus casas. De una de ellas salió una mujer con un niño de pecho en brazos, llamando a sus hijos. En aquel momento, el avión vació su carga sobre la explanada y las casas. Tomó nuevamente altura y desapareció en el horizonte. Quedaron en la explanada veintitrés cadáveres y tres heridos. La mujer calló muerta en la puerta de su casa, los trozos de carne del niño estaban mezclados con los trozos de carne de la madre. La hija mayor, dieciséis años, calló muerta sobre el cadáver de su hermana de doce. Uno de los niños de seis años quedó tendido en el suelo. Vivo. Falto de un pie y la espalda abierta. Otro de diez años, ileso. Pero echando sangre por sus orejas, reventados los oídos por las explosiones, salió corriendo, llevando a través del campo el cuerpo de su hermana menor, de cuatro años. Lo llevó él mismo hasta la casa de socorro. Había recibido el polvo de la metralla y tenía más de cien heridas diminutas en su cuerpo. La niña está en la sala cuatro del hospital infantil del niño Jesús. El niño cojo está en la cama cuatro de la sala treinta y uno del hospital provincial. El padre, como todas las mañanas, se había ido con un carro tirado por un borrico al mercado central de Madrid. Allí compraba unas cajas de pescado que después revendía en Vallecas. Así mantenía a sus hijos, y así levantó la casa. Ladrillo a ladrillo. Él mismo me ha contado la historia, sentado a la cabecera de la cama del niño que me miraba con sus ojos oscuros muy abiertos. El padre se llama Raimundo Malanda Ruiz. La madre se llamaba Librada García del Pozo. Las ruinas de la casa herida por siete bombas conserva aún el número veintiuno de la calle de Carlos Orioles en Vallecas. El avión era un trimotor Junker alemán. Los asesinos… no tienen nombre.”

Arturo Barea

No hay comentarios: