Tren Hannover – Berlín, sobre las 20:00 horas.
La cosa se pone fea. Nuestras únicas esperanzas residen en un etéreo tren Berlín – Praga del que no sabemos nada y que debe salvarnos de una noche lluviosa y previsiblemente fría en cualquier callejucho berlinesco.
No hace mucho que nos conseguimos sentar. El tren va a reventar de gente, pocos turistas –más bien ninguno. Nos movemos a unos doscientos kilómetros por hora hacia un destino incierto y que acabamos de decidir, así a la ligera. El paisaje es tétrico y estamos nerviosos. Demasiada llanura, prados desiertos y penumbra que anuncia la proximidad de la noche. Me rugen las tripas. Llevo desde ayer por la tarde sin comer –régimen obligado por problemas intestinales, la perra vida del interrailero-. Aunque ahora mismo la comida no es lo que más me preocupa.
Acaba de deslumbrarnos un rayo. Mala señal. Gotas de lluvia salpican los cristales mientras me pregunto donde estaré mañana por la mañana. ¿Praga, Viena, Varsovia? Demasiado pronto aún para saberlo.
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