martes, 8 de enero de 2008

solía sentarse en el mismo lugar

Solía sentarse en el mismo lugar. Día tras día, como si el destino la hubiese escogido para estar siempre allí, haciendo lo que hacía cualquier persona: Mirar, ver, escuchar. Relajarse contemplando el espléndido paisaje que se presentaba desde lo alto del acantilado.
No era un paisaje común ni mucho menos. Cientos de miles de texturas se entretejían formando un fabuloso manto multicolor; diversas formas, contornos, alturas. Todo encajaba en el aceptable orden de las cosas. No reflejaba en absoluto belleza, o armonía. Era más bien desordenado, deforme y común. Sin embargo, algo hacía mella en todo el que lo contemplaba. Un nosequé te recorría la cabeza y el cuerpo ante tal espectáculo.
Y allí, mientras dejaba a un lado mi mochila, con libreta, bolis y demás utensilios, permanecía horas enteras que me sabían a gloria contemplándola. A ella.
De vez en cuando se colocaba de nuevo el cabello, suelto, suavemente mecido por la brisa. Sus manos recorrían sus brazos con delicadeza cuando refrescaba al atardecer. Yo, paralizado, nunca reunía el valor suficiente como para acercarme y romper la armonía, ofrecerle mi chaqueta, mi compañía; admirar sus ojos, sus facciones.
Nunca se daba la vuelta. Ya se encontraba allí cuando yo llegaba, y allí permanecía al irme. Muchas fueron las veces que nos quedamos a solas, sin incómodos paseantes. Ni aún en dichos momentos de calma, podía dejar de fijar mi vista en su espalda, en aquel eterno vestido blanco de una pieza, ligero, como ella, suponía.
Algunas tardes se me unía algún inesperado visitante. Alguien que me ofrecía un cigarrillo, alguien que se interesaba por mi libreta arrasada con palabras insonoras y vacías. Aquellos eran los peores días, donde debía hablar, contestar, explicar o cualquier cosa que me impidiese enfocar mi concentración hacia lo que realmente todos y cada uno de los días me conducía hasta aquel lugar.
Cierto es, que más de una vez pensé en lo peligroso de su apostadero, justo al pie del acantilado, donde las olas salpicaban cuando la mar se encrespaba. Pero tanta seguridad, tanta firmeza, otorgaban tal sentimiento de fortaleza que temía más por cualquier viandante que por ella.

/Ella. Tendrá un nombre, me dije. Tendrá una voz, una vida. ¿No?/

Ella. Más de una vez rondó entre mis alborotados pensamientos un nombre, una palabra, un olor siquiera, con el que pudiera relacionarla. La duda de si al día siguiente seguiría allí ya no era un tormento; suponía, por alguna extraña razón casi infantil, que siempre estaría ahí, para mi.

Gracias por esta pequeña "peseta" dusher.

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