Solía sentarme en el mismo lugar. No recuerdo muy bien cuando empecé a hacerlo, pero se que desde entonces no he faltado ni un día a mi cita ante el inmenso mar. Me relajaba contemplar el espléndido paisaje que se presentaba desde lo alto del acantilado.
No era un paisaje perfecto, pero eso me gustaba. El gris, el azul, el verde… las olas golpeando las rocas, las gaviotas volando a contra viento… y él.
Él apareció un día; y ese día fue el único en el que lo vi. Llego con cara de aturdimiento, de frío, de estar escapando de algo que le resultaba agobiante. Escapaba del mundo. Observé sus movimientos durante unos minutos, había algo en él… Cuando vi que tomaba la dirección en la que yo me encontraba, volví mi mirada hacia el mar. Desde entonces no lo he vuelto a ver, pero él está ahí todos los días, detrás de mí, observándome.
Supongo que creerá que no se lo que hace, creerá que no se que soy el motivo por el que acude allí cada día.
Él también se ha convertido en la única razón por la que sigo acudiendo allí. Yo jugueteaba con mi pelo o me acariciaba los brazos cuando estaba refrescando al atardecer… todo con la esperanza de que algún día se levantase, de que se acercase a mí y me ofreciera su chaqueta, su compañía, y así, poder admirar sus ojos, sus facciones.
Muchas fueron las veces en las que nos quedamos a solas, esos momentos eran los más intensos, sentía como recorría con su mirada mi espalda, mi cuello, mis brazos. La conexión era totalmente perceptible.
Jugábamos peligrosamente con el amor, nuestra mente llegaba a lugares increíbles… si los sentimientos eran tales sin mirarnos a los ojos, el día en que nos conociésemos el mundo se pararía, desaparecería todo, solo quedaríamos él, yo y el mar.
Algunas tardes se despistaba, pero no por voluntad propia, si no porque la gente que paseaba por la playa se acercaba a él. Aquellos eran los peores días, la conexión se veía interrumpida porque él se veía obligado a hablar, a dar alguna que otra explicación, o a otras cosas que le impedían enfocar toda su atención en mi.
En muchas ocasiones notaba su preocupación respecto a mi posición en el pie acantilado, él quería protegerme, y yo quería que lo hiciese. Pero sabía que yo tenía seguridad, y él confiaba en mi decisión de permanecer allí.
/Él. ¿Tendrá un nombre?, ¿una vida?, ¿nos conoceremos algún día?/
Él. Más de una vez, entre mis soñadores pensamientos, me imaginé un nombre, una voz, una caricia, algo con lo que pudiera relacionarlo. Él sabía que yo seguiría allí al día siguiente, suponía que siempre estaría ahí. Y lo cierto es que era verdad, yo siempre estaría ahí. Para él.
martes, 8 de enero de 2008
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